martes, 12 de abril de 2011

La ruta de la amistad

Ayer regresé de Alicante, la última etapa en la que culminaba esa "ruta de la amistad" con la que Patty y yo nos homenajeamos desde el 30 de marzo. Hasta que tomamos la decisión de hacer este viaje, nos parecía una antítesis vivir en Rota y tomar vacaciones. Estábamos errados, casi con hache. Hay que cambiar de aires de cuando en cuando para incrementar la sensación de estar vivos, siempre que se pueda, claro. Podíamos, pudimos y nos tiramos a la carretera para desgranar un rosario de visitas concertadas a lo largo de la ruta que nos condujo por la costa desde nuestra ciudad de referencia hasta el lejano levante, con paradas en Málaga, Cabo de Gata, Vera y Alicante. El mar a nuestra derecha fue nuestro cómplice y nos guiñaba divertido un ojo durante todo el trayecto.

En Málaga estuvimos con Maite, que nos abrió su corazón hospitalario y las puertas de su casa al alimón. Era un disparo seguro, porque con ella tenemos la fortuna de frecuentarnos. Nos gustamos y siempre lo pasamos bien juntos, así que fue miel sobre hojuelas.

Lo del Cabo de Gata era ya harina de otro costal. No es habitual encontrarse con amigos a los que no ves desde hace más de treinta años, como nos pasaba también con la visita prevista al final del trayecto. Te corroe las tripas cierta inquietud insana, nunca confesa, acerca de quién te vas a encontrar y si será de recibo lo que tu les vas a ofrecer a los viejos amigos que te acogen. La gente cambia, mi espejo asegura que uno también, y pueden darse evoluciones en cualquier sentido que conviertan en mera cortesía lo que uno concebía al planificarlo como un hermoso reencuentro, con la tremenda decepción que conllevaría. Bueno, pues no. Fue vernos, abrazarnos y Santiago y Carmen renacieron como los de toda la vida, tan próximos e íntimos como lo eran el día en que, nunca se sabe por qué, nuestras vidas tomaron rumbos divergentes. Felices todos como lombrices nos iniciaron en los secretos recovecos de la salvaje tierra que les acoge, atropellando las palabras mientras compartíamos playas desiertas, viejas minas abandonadas, paisajes lunares, reminiscencias de spagetti westerns, reductos hippies, vástagos recientes y proyectos informáticos, que de todo hubo en aquel espectacular rincón del paraíso. Nos fuimos con la certeza de quien ha reescrito en letras indelebles lo que la tozudez del mundo pretendía impedir. Y con proyectos por delante para garantizar el final de la diáspora.

Con los temores medio disipados, el reencuentro (tras casi cuarenta años de ausencia) con Miguel en Alicante iba a resolverse en un instante. Aparecieron sus barbas y el abrazo hizo época. Ya no había nada que decir. Allí estábamos y éramos nosotros, los mismos, los de entonces, los de toda la vida. Los de siempre. Mi amigo de la calle Espartinas, el príncipe de la casa abierta en donde reinaba su reina madre con enorme mano de seda y cálida voz profunda sobre una caterva de más de cincuenta veinteañeros inquietos como frailes en visita, cada uno con lo suyo a cuestas, los de Medicina, los artistas, los músicos, los extranjeros y un paleta de Albacete que pasó por allí y se quedó al olor de los guisos y al amor de la lumbre de una inmensa humanidad que abigarraba cada rincón de aquella casa mágica. Por si fuera poco, a Miguel le gustó Patty y ya no paramos de hablar, de comer y beber, de preguntar y responder, de salir y entrar, de navegar y de celebrar hasta que nos tuvieron que despegar de allí con agua caliente para que pudiéramos volvernos a casa. Juntos los tres, pero no solos, que tiene mi amigo montada en la Albufereta una especie de comuna solidaria y marginal (de la vulgaridad que nos rodea, de la necedad del olvido, marginal de los lugares comunes, las opiniones adocenadas, de la mierda de vida en que esta sociedad acostumbra a hozar y rebozarse), gentes guapas con brillo propio, excelencias a las que fuimos conociendo y que nos aceptaron e integraron de inmediato con la exquisita naturalidad que sólo se da entre las buenas personas. Íbamos allí a reencontrar un amigo y nos volvimos con dos docenas. Pretendíamos pasarlo bien y disfrutamos como un niño con un lapicero. Pretendíamos solo bañarnos y nos arrolló un tsunami de sentimientos vertiginosos.

Entre tanta hermosura sobrevenida, cabría pensar que se hubiera podido diluir en alguna medida la relación más personal que estaba en el origen del viaje. Nada de eso. Hábiles los tres en las relaciones sociales, supimos descubrir innumerables espacios privados marco de interminables conversaciones en las que, ¡fíjate tu!, el presente y los proyectos ocuparon mucho más espacio que la evocación del pasado. Que es lo que debe ocurrir cuando se culmina un viaje al futuro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De eso se trata, y vosotros lo mereceis, ahora empeza el proximo
viaje o las proximas vacaciones,
el punto de partida que sea este por mucho tiempo.
S.I.

Antonio Piera dijo...

Gracias, Sergio. Fue muy bonito encontraros a la llegada.