miércoles, 15 de septiembre de 2010

elogio de la aldea

Es de justicia reconocer públicamente que desde hace más de un par de años vivo de puta madre. Mi pueblo me acogió como si fuera un hijo pródigo, y eso tiene un mérito porque no me conocía de nada. Aún así, sabiéndolo él y compartiendo yo esa negación, abrió sus puertas a mi antojo de par en par, me regaló sin ambages sus calles limpias y sus vericuetos tan serenos, sus largas playas que nunca utilizo pero que a mi chica la tuestan vuelta y vuelta como un deseable torrezno, sus paseos de madera entre los pinos costeros y la inasible sombra furtiva del camaleón, escuela de políticos, sus modos y costumbres a los que voy teniendo acceso merced a la llave que me facilitan algunos autóctonos tan generosos como pesados (dicho sea desde el mayor de mis reconocimientos y con la boca muy pequeña), me hizo entrega sin gesto añadido ni esperanza de retorno alguno de su intimidad y de sus esencias para que hiciera con todo ello lo que me viniera en gana, como si fuera una virgen rendida y un poco casquivana.

Desde hace más de dos años vivo en Rota, junto al mar y enfrente de Cádiz, que por las noches me guiña un ojo tuerto desde la Caleta con un farol que entra en casa por los ventanales a lomos del viento del Este, ese que por aquí pasa por ser un levante doméstico y casi nunca bravío. Desde mi terraza tengo Rota a mis pies, como dormida mirando a ese cielo con el que forma pareja de hecho, al menos a mis ojos, tan bonita que a veces, cuando me siento en el sofá que sacamos a la terraza en el penúltimo ajuste mobiliario a leer un poco, le roba a las letras el protagonismo y me descubro, sin darme cuenta, leyendo Rota sin mirar al libro.

Voy y vengo a mis quehaceres, casi siempre en moto que los recaos pesan a menudo más de lo previsto, y peino sus calles con la insistencia de un barbero antiguo, o camino otras y me paro a menudo porque siempre me sorprenden sus gentes, porque saludo y me detengo a charlotear de cualquier cosa orgulloso de haber aprendido ya esa manera de vivir con los demás los asuntos de cada día, o desayuno de nuevo su medio mollete con jamón y tomate y aceite de ajo y ese café que de tan caliente pide a gritos una conversación que lo atempere y me olvido de mi colesterol tanto como él de mí, o voy a alguna de las bibliotecas públicas, o a nadar en el tropel del mercadillo de los miércoles...

Llevo ya dos años en Rota y nunca os había hablado de mi pueblo.

4 comentarios:

Más claro, agua dijo...

Puestos a dar envidia, lo ha bordado usted, amigo Antonio.

Le debo una visita. Espero saldar la deuda pronto ;-)

Anónimo dijo...

Y nosotros encantados de que con
vuestro cariño y experiencia,hagais
poco a poco esta bendita villa un poco mas culta, ea a seguir disfrutando
S.I.

Nacho M. dijo...

¡Qué suerte! Ya me gustaría a mí culminar así mi existencia, en la antesala del pasaiso, en El Sur.

¡Salud y a disfrutarlo! Y disculpe la intromisión, pero por un momento me ha parecido que hoy no era lunes y que esto no era Madrid sino La Alameda.

Anónimo dijo...

Me ha encantado su narrativa, de cómo ha descrito mi pueblo y estoy orgullosa y contenta de que se encuentre a gusto entre nosotros.
También siento envidia sana de la vida que disfruta en Rota.
Un saludo.