quien siembra oro
Recientemente he tenido conocimiento de una anécdota real que ignoraba completamente. Tiene que ver con mis padres, ya fallecidos, y salió a colación mientras abordaba con uno de mis hermanos la siempre ingrata tarea de expurgar de cualquier elemento personal la casa materna, antes de proceder a su completo vaciado físico. Rebuscando cajón por cajón y armario por armario, con la maniática precisión que solo alcanzan los desesperados (y nosotros lo estábamos porque realmente ninguno hubiéramos elegido estar allí ni hacer lo que hacíamos), apareció en una cajita una baratija desvencijada en un lugar que nos pareció inverosímil, no sé si dentro de un sombrero o de algo anacrónico de ese jaez. Al hilo de los comentarios suscitados acerca de lo rara que es la mente humana para imaginar escondites, mi hermano me contó la anécdota a la que quería llegar.
Al parecer, hace más de veinte años, mis padres tenían que salir de viaje y se encontraron en esa extraña angustia agorera que asalta a algunos cuando abandonan sus pertenencias a la buena de dios, que no lo debe ser demasiado a pesar de tan alto padrino. Tras darle sin duda muchas más vueltas de lo que la ocasión requería, decidieron juntar todas las joyas que tenían, meterlas en una bolsa de plástico y ocultarlas bajo la tierra de una maceta de la terraza. No dijo el cronista si había o no planta en ella, ni si arbusto o si con flores, por lo que de hecho supongo que se trataría de una maceta yerma, por lo que sembrar en ella los oros y las pedrerías (más bien escasas, presumo), me parece un gesto que adquiere a mis ojos un inestimable valor simbólico.
Acaso se trataba de hacer cierta la fábula de la planta del dinero, o tal vez era mayor la confianza en las pocas dotes agrarias de los cacos modernos que en la buena esa que decíamos antes, pero lo cierto al parecer fue que mi padre, al que sí le gustaban las plantas y jugar a jardinerías, no debió soltar la bolsa en el fondo de la maceta y cubrirla sin más, como habríamos hecho cualquiera, sino que de fijo la trató como a un tierno esqueje, dejándole su fondo de apoyo y tapando el resto someramente para no ahogar lo sembrado. Vamos, que si no regó su obra al final debió ser por la continencia de la que en su ancianidad hacía gala.
Sólo así se explica que cuando decidieron, meses después, replantar las macetas de la terraza y utilizar para ello un mantillo recién comprado, nadie reparara en la bolsa de plástico que se fue a la basura revuelta con la tierra vieja.