domingo, 11 de mayo de 2008

de escribir

Cuando un amigo te pasa su última novela para que se la leas y le des tu opinión, como me sucede ahora, el primer sentimiento que te asalta, que es el que además prefiero, es el de un legítimo orgullo, sobre todo por haber resultado digno de esa enorme demostración de confianza. De hecho, yo os demuestro esa misma confianza, día a día, ¡qué más quisiera! y sé de lo que hablo, lo que imagino os hace sentir también orgullosos. En mi opinión, escribir es un acto de soledad. Creo que, además de la masturbación (cuando no es compartida, claro), escribir es el acto solitario por excelencia. Bueno, eso si no eres alemán. Porque, si eres alemán, o albanés, debería añadirse para formar un terceto el acto de emborracharse, pero eso es harina de otro costal. Frente al ordenador, como antes enfrente del pavoroso folio en blanco, se encuentra uno aislado del resto, sumido en las profundidades de la mismidad, en la historia que deseas contar, en el desarrollo de la trama, en las descripciones más sugerentes de los personajes, de su entorno y de las motivaciones de sus actos, palabras o silencios. Miras hacia dentro y te incomodan las limitaciones de tus conocimientos, eres consciente de que retuerces sin razón verbos y adjetivos, te dan miedo la trascendencia de los signos y tu parco conocimiento de la gramática... A menudo hay palabras que huyen de tu lado, coquetean y juegan al escondite por lo que es habitual que te tengas que conformar con poner en su lugar un sinónimo que sabes desafortunado a la espera de poderlas cazar cuando estén desprevenidas, a la vuelta de alguna esquina, casi siempre cuando ya no lo esperas. Te enfrentas al sucinto guión que imaginaste y te percatas de que no va bien cuando no va bien, solo que las palabras han seguido fluyendo y te es difícil encaminarlas de nuevo por el buen camino, no vas a tirar el ordenador a la papelera, porque ya te esclavizan un poco y te van obligando a escribir lo que ellas quieren y no exactamente lo que tú deseabas. En medio de todo esto, fumas, o toses, o escupes, te rascas ya la cabeza, ya el culo, te colocas el paquete que suda de tantas horas de estar sentado, te levantas, das unos pasos hacia ninguna parte, vuelves, te sirves de la nevera un vaso de leche fresquita. Y, sobre todo, relees, una y otra vez, intentando percibir la exactitud del ritmo, la nobleza del lenguaje, el interés del asunto, lo atractivo de su desarrollo, corriges palabras, afinas expresiones, reescribes frases enteras... Todo esto lo haces desde la más absoluta de las intimidades, como cuando te miras al espejo después de la ducha o nada más levantarte, que es peor. Aislado, inmerso en ti mismo, que hasta te duelen los sentidos de tanto estar alerta. Solo, netamente solo, profundamente solo.

Luego vas, lo das por terminado y se lo mandas a un amigo en cuyos criterios confías. Eso sí, que no tarde ni una semana en darte respuesta, que se la juega. Porque, realmente, durante esos días te tiene en sus manos.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué cabrón!

Palabra por palabra, gesto por gesto, sentimiento por sentimiento... es que lo ha clavado usted, D. Antonio. A mí, porque me consta, pero, aún en caso de no haber sido así, resultaría evidente que ha sufrido usted en más de una ocasión mal de amores literarios.

Abrazos,
Pedro de Paz

Anónimo dijo...

¡Chapó!

Anónimo dijo...

A quienes nos gusta escribir, lo digo yo, nos engancha la lectura del metalenguaje, los textos sobre textos, los escritos sobre escritores... Sabes dar en el clavo, Antonio.

Anónimo dijo...

Muy bueno, jefe.

Antonio Piera dijo...

Gracias a los cuatro os sean dadas. Me alegra haber acertado y coincidir con vuestra opinión. Me gustó bastante releerlo, cosa que no sucede a menudo.